domingo, 21 de septiembre de 2014

Palabras que tu psiquiatra aprendió a abandonar (I). "VERDAD".

El trabajo del psiquiatra no solo implica saber cuándo recomendar o no el uso de fármacos. Debemos aprender a emplear las palabras de la mejor manera posible en beneficio de quien acude a consulta.

A veces las personas llegan para contarnos su historia y se sorprenden porque los profesionales preferimos no emplear algunos términos de uso común. Eso puede resultar molesto si no somos claros al explicar por qué actuamos así. Al fin y al cabo cada uno tiene su forma de expresar sus malestares, y el primer objetivo del tratamiento es obtener información sobre el problema.

Si las palabras son nuestras mejores herramientas, ¿por qué renunciar a algunas de ellas?

El motivo es que existen una serie de términos de uso cotidiano que no tienen mucha utilidad en consulta. Son palabras que pueden resultar engañosas y contraproducentes para quien las emplea, o incluso para el clínico que se deja atrapar por ellas sin darse cuenta.

A lo largo de diferentes entradas nos gustaría compartir con vosotros algunas de esas "palabras trampa", sospechosos habituales que llegan desde nuestras charlas del día a día con aparente inocencia, pero que por lo general sólo sirven para confundir y disimular los problemas a tratar en la terapia.

Hoy empezamos con un peso pesado: la tan deseada "verdad".




Cuando uno empieza a ejercer la práctica de la Psiquiatría, un dilema frecuente al que se enfrenta es acerca de cómo se las va a arreglar para discernir entre la mentira y la verdad, cómo discernir lo que es realidad de ficción. Una de las situaciones típicas en la que surge esta duda es ante los enfermos con delirios. Otra muy frecuente es la que se produce cuando los familiares dicen aquello de “cuidado doctor, que es muy listo y sabe engañar a todos los médicos”.

Entre los compañeros de profesión es recurrente la broma de “¿te has traído la bola de cristal?”. Al principio te pasa desapercibida, pero después de pelear a brazo partido con disquisiciones acerca de quién miente y quién dice la verdad, analizar un montón de casos, compartir anécdotas con los compañeros y habernos sentido sobrepasados muchísimas veces por tan magna responsabilidad, creemos positivo establecer unas cuantas conclusiones:

  1. No es función de la Psiquiatría (ni de ninguna especialidad médica donde también se pierden con frecuencia en este debate) sentenciar en términos de verdad o mentira. De hecho la palabra sentenciar da una pista acerca de quiénes son los responsables sociales de este cometido y según el caso con mayor o menor base de sustentación: la justicia.

  1. La verdad, como conocimiento certero de la realidad es algo dificilísimo de aprehender. Tiene muchas caras, muchas versiones, y cada persona tiene un relato acerca de su verdad que puede resultar tan certera como la contraria. Verdades absolutas y universales no hay tantas, así que es una palabra que casi siempre se utiliza de forma poco concisa en el contexto clínico.

  1. ¿Qué hacemos entonces ante las situaciones clínicas antes descritas? Analizar los discursos, en forma y contenido, pero no en términos de veracidad, si no de coherencia, de ajuste al contexto, de consonancia entre lo emocional y lo verbal, y lo más importante si ese discurso ocasiona un sufrimiento evidente a la persona, y le impide o no desarrollar su vida en los ámbitos más importantes : trabajo, familia y sociedad.

Ilustr. Bill Watterson.

En resumen, para lidiar día a día con nuestras ajetreadas vidas necesitamos algunas seguridades. Eso implica dejar de lado detalles y puntos de vista potencialmente infinitos para empezar a actuar. Sin embargo en consulta es necesario frenar y mirar con otros ojos. Debemos tomarnos el tiempo para examinar cada supuesto sobre nosotros mismos y juntar todo el valor posible para ponerlos en duda. Con suerte el profesional os echará una mano señalando a esta primera tramposa llamada "verdad".

Porque, por lo general, en lo que creemos evidente es donde anidan la mayor parte de los malentendidos.


Esperamos vuestro feedback y preparaos, porque la semana que viene abordaremos... la mentira.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Suicidios

Este miércoles 10 de septiembre se celebró el Día Mundial para la Prevención del Suicidio.

Como cada año los profesionales de la salud mental nos reunimos para llevar a cabo declaraciones públicas en diferentes foros.

El objetivo de estos actos es doble: por un lado los profesionales nos recordamos a nosotros mismos la importancia de seguir investigando y perfeccionando nuestras muy mejorables actuaciones a la hora de ayudar a quienes, desesperados, atentan contra su vida.

Este año, en Anábasis, tuvimos la suerte de poder aportar nuestro grano de arena, y por ello acudimos a la presentación de un manual monográfico sobre el suicidio, en el que colaboramos en calidad de coautores con un capítulo dedicado a la prevención de las nuevas tentativas suicidas y sus secuelas en supervivientes.

Para nosotros fue un orgullo poder participar en una obra tan rigurosa como exhaustiva, la cual creemos que se acabará convirtiéndo en toda una referencia dentro de su campo.

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El segundo objetivo de los actos públicos es el de intentar hacer visibles a la ciudadanía estas muertes que parecen distantes, silenciadas desde el punto de vista mediático y, por tanto, invisibles. Como afirma Andoni Anseán, Presidente de la Fundación Salud Mental España, estamos todavía lejos de haber asumido que el suicidio se ha convertido en el problema de salud pública número uno.

Anseán inicia el manual que dirige con un capítulo que lanza una advertencia clara: hoy por hoy no existe un Plan Nacional para la prevención del suicidio. Y ello a pesar de que el suicidio es desde hace años la principal causa de muerte violenta, duplicando ya el número de fallecidos por accidentes de tráfico, y siendo 12 y 68 veces más frecuente que los decesos por homicidio y violencia de género, respectivamente.

Aunque sólo sea para dirigir la mirada de las autoridades políticas hacia esta realidad vale la pena insistir en las cifras: una persona muere por suicidio cada 40 segundos en el mundo, y otra lo intenta pasados 2.

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Las estadísticas pueden ser impactantes (lo son), pero casi siempre resultan impersonales. Su capacidad para conmover tiene corto recorrido.

No así lo que ocurre con los suicidios de figuras mediáticas, como el más reciente (11 de agosto de este año) del actor estadounidense Robin Williams. Un suicidio cuyas repercusiones van más allá de la simpatía que un artista puede llegar a generar al emocionar con sus obras a miles de personas. Que un cómico se suicide tiende a abrir una grieta en la visión simplista que muchas veces sostenemos acerca del vivir.

Corresponde a los medios de comunicación y a los profesionales hacer una lectura responsable de estos desgraciados sucesos, para que al menos estas muertes puedan aportarnos algo en positivo a quienes pasamos a compartir sus ausencias. Es buena señal que, poco a poco, el sensacionalismo vaya deando paso a la concienciación y al rigor cuando se aborda este tipo de noticias.
    
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No quisiéramos extendernos mucho más hablanco del suicidio en el día de hoy, pues es un tema que sin duda requiere tiempo y calma para ser abordado, a lo cual nos compremetemos.

Sin embargo, no nos resistimos a rendir un último homenaje a otro artista que nos abandonó hace 6 veranos (12 de septiembre de 2008) tras años de padecer depresiones recurrentes. La desesperanza ligada a este trastorno mental, junto con una autoexigencia dolorosamente consciente acabaron conformando un sello personal que salpica casi todas sus obras, pero que también nos privó de seguir disfrutándolas.


Hablamos del escritor norteamericano David Foster Wallace, hoy tenido por uno de los mejores de su generación.

A los días mundiales y otras conmemoraciones institucionales, a las trágicas efemérides de los suicidios célebres, recomendamos hoy más que nunca sumar la voz en primera persona de la persona sufriente. Ante las preguntas que tantas veces quedan sin contestar, quién mejor que un artista para hablarnos de ese dolor, el que anida en cada suicidio.

Leer -pongamos- el relato de Wallace, La persona deprimida, es quizás una de esas pocas experiencias capaces de salvar el abismo de lo incomprensible, ése que nos separa de las personas que a veces no ven otra salida más que la de sus personalísimos suicidios, como sugiere el título del manual. Cada uno tiene el suyo, pero el motor es el mismo.

Porque, si conseguimos salvar esas distancias, si atisbamos el dolor, quizás podamos tener alguna oportunidad de ayudar. Vale la pena intentarlo.