domingo, 17 de marzo de 2024

4 años después. Lo que persiste.

Esta semana se han cumplido 4 años desde el inicio del estado de alarma por la pandemia del SARS-Coronavirus-2, causante de la COVID. Es momento de recordar.

La mayor parte de mi tiempo lo paso trabajando como psiquiatra y psicoterapeuta que atiende a profesionales de centros sanitarios públicos, junto con un equipo de compañeros de diferentes disciplinas.

Es por ello que, en marzo de 2020, cuando se hizo ya evidente que España y el mundo se enfrentaban a una enfermedad infectocontagiosa desconocida con potencial de extenderse sin control, mis compañeros y yo comenzamos a preguntarnos por el efecto que esto tendría en nuestros pacientes.

Los miembros del equipo de trabajo decidimos llevar a cabo una revisión de la literatura científica en torno a los efectos psicológicos de otras epidemias. Esta tarea seguramente nos ayudó a sentirnos útiles y sobrellevar la angustia del confinamiento, la incertidumbre de las primeras semanas.

Todo apuntaba a que los profesionales sanitarios se encontrarían dentro de los grupos poblacionales de mayor riesgo a la hora de enfermar, tanto a nivel infeccioso como por el impacto que la labor asistencial podría tener en su equilibrio psíquico.

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Por ello, en cuanto nos fue viable, concebimos un dispositivo grupal al que denominamos “Grupo para la elaboración de experiencias relativas a la pandemia” o, en breve, “Grupo COVID”. Nuestra hipótesis inicial consistía en que el enorme reto de la labor asistencial en condiciones de incertidumbre, riesgo biológico y sobrecarga de tarea se manifestaría principalmente de tres maneras: 
  • en primer lugar como el cuadro de trauma psíquico esperable tras presenciar lo incomprensible, hacer lo que uno nunca quisiera y no poder hacer lo que debiera; 
  • en segundo lugar el duelo por la pérdida en condiciones trágicas, a menudo crueles, de pacientes, familiares, compañeros y allegados
  • por último el desgaste profesional sobrevenido ante el deterioro de las condiciones de trabajo. Cuando a la sobrecarga mantenida sigue el descubrimiento de que el trabajo ya no es lo mismo.


Nos propusimos como tarea una construcción conjunta de sentido que permitiera encajar muchas de las experiencias vividas trabajando como sanitarios durante la pandemia, facilitar el reconocimiento de esos factores que tienen que ver con la propia historia personal, la biografía, a la hora de modular el impacto particular de la pandemia. Finalmente se trataba de ayudar a recobrar el sentido de agencia de cara al presente y al futuro inmediato, ayudando a salir de la impotencia.

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Los grupos se idearon y pusieron en marcha de la siguiente forma: convocados de forma presencial en la sala de reuniones de nuestro centro nos sentábamos, en círculo, a distancia prudencial, haciendo uso de gel hidroalcohólico y cubriendo nuestros rostros con mascarillas. Se conformaron grupos cerrados de entre 7 y 12 miembros. Dedicábamos sesiones de 90 minutos abiertas a la libre asociación de contenidos, conducida por los 4 psiquiatras abajofirmantes en diferentes combinaciones de pares. Se realizaba una recogida de emergentes grupales que, entre sesiones, eran remitidos por escrito para facilitar la reflexión y tender un hilo de continuidad que permitiera mitigar la distancia social de seguridad. Las reuniones se sucedían con frecuencia quincenal, hasta sumar un total de 12 encuentros por grupo. Así, en sucesión alterna pudimos coordinar hasta 7 ediciones entre junio de 2020 y septiembre de 2023, que vieron pasar a un total de 79 profesionales sociosanitarios de diferentes categorías y procedencias. 


Ahora que el tiempo ha transcurrido y concluida la alerta sanitaria global, quisiéramos compartir algunas de las reflexiones y aprendizajes que fueron surgiendo desde el momento en que nos sentamos a pensar juntos.

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Lo primero que emergió fue el caos organizativo, un descontrol que alcanzó prácticamente todos los rincones del sistema sanitario. El no saber qué ocurriría, la falta de medios de protección, las indicaciones contradictorias y los protocolos diariamente cambiantes, todo ello sumió a los profesionales de los centros sanitarios en la incertidumbre y el desconcierto. 

Para defenderse del miedo se trabajaba a destajo, a menudo doblando turnos, desviviéndose para evitar sentir y pensar. La creatividad salió también al rescate para aliviar la angustia. Se manifestaba en forma de carteles, de canciones, de bailes probablemente incomprensibles fuera de ese contexto.

Se extendieron y normalizaron las preocupaciones obsesivas y su contrapartida compulsivas. Se intentaba conjurar el miedo al contagio propio y el de los seres queridos por medio de rituales de lavado y todo tipo de medidas de precaución. Con el paso del tiempo muchos de ellos consolidarían en cuadros de evitación y tenaces repliegues en la seguridad del hogar, renunciando al encuentro con los demás.

La adhesión rígida a rituales y compulsiones vino amparada por las recomendaciones oficiales y por el sentido de pertenencia al grupo amplio de los sanitarios. Esto dio paso a la creación de auténticos sistemas sociales de defensa o defensas colectivas, con implicaciones para la convivencia. Cuando se indagaba, a menudo podíamos observar que el miedo al contagio bebía de fuentes más profundas, como un desgaste profesional imposible de asumir o importantes dificultades de relación previas. 

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Al miedo lo habría de seguir la culpa, muy marcada ante el fallecimiento en condiciones trágicas de familiares y allegados, especialmente cuando coexistía la idea (pocas veces falsable) de haberles uno contagiado. Culpa también ante la fantasía de haber podido hacer más por ellos, en tanto que sanitarios, personal de "la casa", matiz que les hacía preguntarse cuánto hubiera mejorado la situación el uso de su red de contactos o pedir favores a voluntad. También el culparse por la muerte de los muchos pacientes a cargo, no en pocas ocasiones tras haberse visto obligados a tomar decisiones que violentaban su conciencia debido a la escasez de recursos. Y un aguijoneo adicional al recordar toda aquella patología desatendida o relegada por no ser COVID.

Si bien es cierto que durante la pandemia el dolor, el miedo y la confusión fueron omnipresentes, sería injusto minusvalorar la heterogeneidad de vivencias de los profesionales en el contexto de esta crisis sanitaria. Nuestra institución es grande y diversa. Los daños no fueron los mismos en todos los rincones del sistema sanitario. E incluso cuando los hubo no faltaron los momentos de intenso compañerismo, de propósito compartido, la vivificante sensación de haberse reencontrado uno mismo con su profesión. Para muchos los primeros compases de la alerta sanitaria fueron semanas de sentirse útil y reconocido, aliviado de un desencanto muy anterior a la aparición del virus.

Aunque prevaleció la resistencia y el trauma psíquico no fue lo más frecuente, éste hizo su inevitable aparición en los grupos en forma de lagunas de la memoria y del discurso. Lagunas acompañadas de imágenes que volvían una y otra vez. Retazos y escenas sin contexto ni estructura, pero ligadas a una intensidad emocional que las sujetaba a un presente continuo agotador.

Imágenes que se nos quedaban clavadas a quienes nos las contaban. Como aquellas hojitas de papel amarillo, post-it pegados a las mortajas apiladas. Post-it portadores del nombre de los fallecidos. Y la angustia de quien descubría que se despegaban a menudo y caían al suelo como en un otoño prematuro.

El contexto grupal permitía, a pesar de la angustia, transitar esas imágenes en compañía, recibir palabras de aliento, dar sentido, hacer del sufrimiento algo compartido.

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De forma similar a lo que ocurre en el trauma la vivencia del tiempo durante toda la pandemia se demostró difusa. Los años se confundían unos con otros. Los días podían eternizarse o bien aniquilarse en el recuerdo como una papilla de momentos desarticulados. La metáfora de las olas en los picos de contagio sirvió para crear un marco de referencia junto con otros hitos como el confinamiento, el inicio de las vacunaciones o el fin de la obligatoriedad de las mascarillas.

Descubrimos que la conciencia de sufrimiento y la demanda de ayuda tenían lugar en los valles entre olas, cuando la percepción de amenaza disminuía y los profesionales podían reducir el nivel de alerta para poner nuevamente el foco sobre ellos mismos. Aquello que se demostró verdaderamente dañino no fue lo terrorífico en sí mismo, sino el alargamiento indefinido de las condiciones de excepcionalidad bajo las que había que trabajar.

Lo que no desapareció con el paso del tiempo fueron las huellas de la pandemia. Huellas en los cuerpos, en la conducta, en la forma de ver las cosas. Lo que persiste.

Si bien al iniciar los grupos pensábamos que nos enfrentaríamos a tres problemáticas principales (trauma, duelo, desgaste) a día de hoy podemos afirmar que los grupos COVID tuvieron un tema principal: el duelo, con las labores que corresponden tras la pérdida.

Entre otros fuimos testigos del duelo por la salud de aquellos que, tras sufrir la COVID19, quedaron con secuelas en forma de sintomatología persistente: fatiga desproporcionada, embotamiento mental, dolores articulares, desarreglos a nivel autonómico. Nos hablaron del dolor de no poder regresar a su vida previa, a sus trabajos. También de la sal caída sobre esta herida, la vivencia de la incomprensión de los demás. 

En su caso el sufrimiento por el desfase temporal resultó más patente. Su convalecencia y recuperación se vino a estrellar contra los ritmos del mandado laboral. Alcanzado el final sociológico de la pandemia sus padecimientos son recibidos, aún hoy, con la suspicacia y el fastidio propios de los asuntos que hemos decidido dejar atrás.

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Nos fue quedando muy claro que una parte muy importante del malestar de nuestros pacientes arraigaba en la relación con el otro. De entre lo hablado en los grupos emergía como una constante el latente de las expectativas defraudadas. Aunque a menudo lo neguemos esperábamos otra cosa de los demás.

Sólo entendiendo esto cobraban sentido ciertos enfados. O comprendíamos la tendencia a la autopunición, el veto de los sanitarios a su propio disfrute. La adhesión rígida a ciertas normas de higiene arraigaba en muchas ocasiones de la necesidad de guardar cierto luto, en un tiempo desprovisto de ritos en común. Un luto exigido por todas las pérdidas, por todo el dolor presenciado. 

Su celo abonaba el resentimiento hacia la población general, percibida como ajena al horror e interesada en seguir estándolo.

Conforme avanzaba el tiempo se hacía innegable que en torno a la pandemia ha predominado el no reconocimiento, el deseo de regresar irreflexivamente a una normalidad indemne, cuando no podía ser el caso.

Si bien estos grupos de elaboración de las vivencias de la pandemia fueron el escenario de una escucha sincera y pudieron ofrecer un cierto componente restaurador consideramos que siguen siendo necesarios -lo sepamos o no- ritos colectivos encaminados a la verdad, la justicia y la reparación.

Para nunca olvidar y poder integrar de forma digna a nuestras vidas los acontecimientos vividos por los profesionales sociosanitarios y el conjunto de la población durante la pandemia del SARS-CoV-2.

Extraordinaria foto de Josefa Calzado. Aquí su web.

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* Esta entrada ha sido elaborada a partir de la comunicación libre presentada en las XXIVªs Jornadas de la Asociación de Psicoterapia Analítica Grupal (APAG), celebradas en Sitges los días 24 y 25 de noviembre de 2023.

Las reflexiones aquí vertidas son el fruto de las experiencias de muchas trabajadoras y trabajadores de la sanidad madrileña que confiaron en nosotros. Sus testimonios han devenido emergentes gracias a la labor terapéutica de los coordinadores grupales. Finalmente quien firma (J. Camilo) ha dado forma final al mensaje que deseábamos transmitir.

Los autores quieren agradecer sinceramente a sus pacientes y a todos los trabajadores de centros sociosanitarios su sacrificio, su entrega y reconocer el miedo y los daños sufridos durante estos años tan difíciles.

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José Camilo Vázquez Caubet

Darío del Peso Martínez

Manuel González González

Álvaro Cerame del Campo

jueves, 4 de enero de 2024

Identidades (y) revueltas

Una reseña del ensayo Radical(es), de Saïd El Kadaoui.


Hace un tiempo escribí por aquí a propósito de eso que llamamos identidad. Es un tema sobre el que me gusta volver de cuando en cuando aunque me cueste comprenderlo. O tal vez por eso mismo.

En esta entrada me propongo reseñar un interesante libro que tuve oportunidad de leer en la primavera de 2023: "Radical(es)", del psicólogo y escritor Saïd el Kadaoui Moussaoui. Esta obra me parece una muy buena forma de introducirse a la cuestión escurridiza de la identidad. No sólo el texto es erudito, sino que la forma en que Saïd combina teoría con narración personal hace la lectura muy amena.

¿Por qué ahora?. Aunque la cuestión viene ya de largo este pasado año 2023 tal vez haya sido especialmente revelador en un sentido concreto: existe una tozuda relación entre violencia e identidad.

Pongamos un ejemplo:

A finales de junio, en los alrededores de Paris, se produjeron disturbios durante varias semanas como respuesta al asesinato a manos de la policía del joven franco-argelino Nahel Merzouk. Esta contestación social, primero en forma de protesta pacífica y luego como quema de vehículos, mobiliario urbano y enfrentamientos con las fuerzas policiales, no se trataba de un fenómeno aislado. Ya en el año 2005 se había producido un episodio muy similar tras la electrocución accidental de dos adolescentes que trataban de evitar ser detenidos. Desde los años 80 del pasado siglo se habrían producido hasta 40 situaciones similares según algunos sociólogos.

Foto vía Pagina12.com.ar
Como ocurre después de cada incidente de violencia material (tangible, visible) llegaron los análisis. Abunda en casos como este una cierta lectura de las tensiones sociales que busca vincular inmigración, raza o religión con criminalidad y violencia. Se trata de un movimiento de depositación, por el cual los problemáticos serían unos y no otros. Pero las cosas no parecen ser tan sencillas.

A los pocos días del asesinato de Nahel un periodista acudió a un centro educativo para entrevistar a algunos de esos jóvenes que crecen y se educan en los suburbios (banlieues). El periodista al parecer les preguntó en cierto momento: "¿Sois franceses?". Todos contestaron afirmativamente, puesto que habían nacido y crecido en aquel país. Cuando, acto seguido, les planteó: "¿os sentís franceses?", la mayoría contestó que no.

El panorama que plantean estas dos respuestas podría preocupar a más de uno. Parece existir un espacio, una grieta entre lo que se es, lo que sentimos que somos y lo que los demás piensan que somos. Es en este espacio donde puede estar anidando un creciente malestar social que, a veces, trasciende la violencia estructural para hacerse bien palpable.

Foto: Abdulmonam Eassa. Getty Images
En estos tiempos de banderas que se reivindican o se queman, en este resurgir de fronteras, matanzas impunes, agrupaciones sectarias, extremismos políticos, monopolios transnacionales, pero también de malestares cotidianos que buscan una etiqueta bajo la cual legitimarse, se hace más necesario que nunca darle una nueva vuelta de espiral a este enigma de las identidades.


Dada la complejidad del asunto quizás la obra de Saïd El Kadaoui nos ofrezca un buen hilo del que comenzar a tirar: la construcción de la identidad a partir del fenómeno de la migración.

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Radical(es) repasa las diferentes aportaciones realizadas desde la psicología a propósito de la noción de identidad. El esqueleto del libro lo forman las contribuciones teóricas llevadas a cabo por autores de la talla de Erik Erikson, León y Rebeca Grinberg, S. H. Foulkes, Vamik Volkan y otros tantos. Pensadores de tradición psicoanalítica todos ellos trabajan con la paradójica premisa de que aunque nos sintamos sólidos los individuos andamos divididos. En nosotros operan diferentes instancias y el acomodo de estas diferentes partes a menudo resulta dificultoso.

Se nos propone inicialmente que la identidad sería la sensación interna permanente de ser siempre igual a uno mismo (Erikson), como un centro de gravedad del individuo. Esta noción de permanencia la desarrolla posteriormente el matrimonio Grinberg al considerar que el individuo con una identidad sólida siente que es único, que sigue siendo el mismo a pesar de los cambios y además siente que pertenece a los lugares que habita.

Es esta triple experiencia subjetiva (soy uno, soy el mismo, pertenezco a un lugar) la que resulta desafiada en el momento en que se emigra, cuando es uno mismo quien cambia de país o cuando se toma conciencia de lo que implica para uno el origen foráneo de los padres. Por si esto no fuera suficiente material con el que lidiar inevitablemente llegará la confrontación con aquello que los habitantes del lugar de acogida piensan que somos.

"La migración nos predispone a encontrarnos con la paradójica sensación subjetiva de ser uno y el otro a la vez." - Saïd El Kadaoui 

Escultura al emigrante, de Bruno Catalano.



De esta manera podemos llegar a entender mejor la complicada ambivalencia hacia el país de acogida. El duelo migratorio lo lleva cada uno como buenamente puede. Si se cruzan las variables del rechazo o la aceptación con las de la cultura de origen y la de acogida surgen una serie de escenarios más o menos problemáticos: asimilación (se acata lo nuevo rechazando lo previo), separación (se defiende lo previo apartándose de lo nuevo), marginación (se rechazan ambos mundos) e integración (se armonizan aspectos de ambas culturas).

Al armazón teórico del libro el autor tiene el acierto de sumarle, como él mismo explica, una musculatura y un alma (sic) que bebe tanto de sus vivencias personales como de los escritos de novelistas, ensayistas y teólogos. Para Saïd, quien se describe como "europeo musulmán, emigrado de marruecos, agnóstico y laico", afincado en Cataluña, "la migración conlleva un cambio drástico que en ocasiones sacude la idea de continuidad de la que nos habla Erikson."

Es por esta resonancia tan íntima que en Radical(es) la reflexión en torno a la identidad gira alrededor del tema del Islam, su encaje dificultoso en las sociedades laicas, pero también la condescendencia con la que a menudo se lo trata, sin llegar a realizar un análisis serio de sus premisas y sus efectos sobre la vida de las personas. No en vano el autor nos confiesa que uno de los motores del libro fue el impacto personal que le supuso tener noticia del atentado yihadista de las Ramblas de Barcelona y Cambrils perpetrado en el verano de 2017, cuando apenas llevaba unos pocos meses enfrascando en su escritura.

Buscando comprender esta violencia sin sentido recogía las palabras de Salman Rushdie: "en estos tiempos se arrastra a los hombres y mujeres hacia una definición cada vez más estrecha de sí mismos, se los alienta a considerarse una sola cosa [···] y cuanto más estrechas se vuelven las identidades mayor es la probabilidad de conflicto entre ellas". Sumaba a esta reflexión la del filósofo y lingüista Tevejan Todorov, quien reflexionaba acerca de la presencia del totalitarismo en las llamadas democracias liberales: "una condición para que la violencia emerja es la reducción de una identidad múltiple a la identidad única".

Parecería por lo expuesto que combinan mal las identidades pretendidamente sólidas con las sociedades diversas. O que éstas generan importantes movimientos identitarios hacia aquéllas. Algunos de estos tránsitos desembocarían en la violencia.

" ··· existen también las personas que quedan atrapadas en este nuevo ser que no sabe, que no comprende y no encuentra". - Saïd El Kadaoui


El libro de Saïd fue publicado en plena pandemia del SARS-CoV-2, en la primavera del 2020. Transcurridos más de 3 años cobran un sentido claro las palabras que escribía por aquel entonces: "Las personas y los grupos, especialmente en momentos de fragilidad existencial, podemos recurrir a la mentira o las veleidades superficiales para ocultarnos a nosotros mismos la verdad sangrante." A lo que añade: "las personas actuamos en muchas ocasiones como animales heridos. ···] la razón es sensible y frágil. El odio, el miedo, la humillación y la tristeza amenazan permanentemente su estructura."

Pareciera que algunas palabras, algunos símbolos, buscan ofrecernos la fantasía de una seguridad capaz de ocultar la realidad material, ya sea que ésta se concrete en forma de pandemia, de opresión colonial o desarraigo migratorio. Nos identificamos con una o dos palabras tratando de calmar nuestra angustia.

Pero esta jibarización del concepto de uno mismo parece contradecir la realidad material. Esta convivencia con la diversidad, lejos de reducir la busqueda de una identidad sólida a través de la amputación, parece catalizarla: "justamente por ser este un mundo más interconectado, dinámico, abierto y cambiante es más propenso al miedo. Miedo a confundirse o diluirse en una gran masa homogénea de gentes que viven y piensan igual".

Esculturas submarinas de Jason deCaires Taylor
Se trataría éste de uno de los efectos de la globalización, la creación de una comunidad mundial en la que primero comenzaron a viajar las materias primas y los productos de consumo, para dar paso en los primeros dosmiles al libre fluir de la información personal digitalizada en la forma de avatares y representaciones idealizadas. No tan sencillo ha sido el tránsito de los cuerpos de las personas, quienes siguen sometidas a una violencia que va desde lo irritante hasta lo mortífero cuando se trata de acceder a determinados territorios encarnando esa diversidad humana que nominalmente se celebra y que tanto parece asustarnos cuando la tenemos frente a nosotros.

La violencia surgiría, por tanto, como el impulso destinado a negar la diferencia. Un proceso que comienza con el odio a ciertas partes de uno mismo y que llevado a sus últimas consecuencias conduce a la aniquilación del otro, de quien no se pliega y se obstina en ser quien es.

"La otredad es remitir siempre al otro a su otredad, a la diferencia que le presuponemos, impidiéndole ser alguien diferente a quien nosotros sospechamos". - Saïd El Kadaoui



Foulkes nos recuerda, por otro lado, la imperiosa necesidad de pertenencia. El deseo que albergamos de vincularnos al menos a algún grupo humano según él "bien podría ser una primera explicación de por qué la gente sufre tanto por el desarraigo y es capaz de cometer verdaderas atrocidades con tal de sentir que pertenece a un lugar, a una idea, a un grupo". Así lo confirma el psicoanalista y mediador internacional Vamik Volkan al decir que "la combinación de una identidad individual y grupal dañadas puede engendrar en algunos individuos conductas de extrema violencia".

¿Hay formas de prevenir toda esta violencia?. ¿De qué manera se podría salir de esta confusión?,

Hacen falta tiempo y calma para la escucha. Es necesario ver y que el otro se sienta visto, percibido, apreciado en lo que es. Lo ilustra el autor con enorme delicadeza al ficcionar varias historias inspiradas en su labor como psicoterapeuta. Presenta hechos amalgamados para transmitir por medio de historias una verdad que por otros medios nos estaría vedada. Se trata en este sentido de una obra de gran generosidad.

En ella nos habla de su familia y sus amistades, de sus viajes proyectos y desilusiones, así como de las sorpresas que uno se lleva en consulta cuando está dispuesto a acoger todo lo que el otro traiga consigo, requisito para que pueda acabar integrándolo en una identidad verdaderamente sólida.

Si para evitar reconocer nuestra multiplicidad hemos tendido a negar la diversidad del otro, en el caso de ser capaces de reconocer nuestra raigambre, nuestras múltiples partes y voces, estaríamos más abiertos a la existencia igualmente compleja de los demás.

"Domesticar a la bestia de la identidad consiste en sentirse múltiplemente arraigado". - Saïd El Kadaoui



Saïd El Kadaoui y el autor de esta entrada, en las Jornadas de la AMSM-AEN de 2023.

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Con ánimo de no extenderme mucho más recapitulo aquí las conclusiones que personalmente me llevo tras la lectura de esta obra:
  • Parece existir una relación entre violencia social e identidad.
  • El individuo, aún compuesto de varias partes, encuentra en el sentimiento de identidad un centro de gravedad que lo estabiliza a nivel espacial, temporal y social.
  • Pero la identidad resulta de un producto social con una triple determinación: la de facto, la reivindicada, y la adjudicada.
  • La emigración supone un desafío por cuanto el encaje en una estructura social preexistente, "un mundo nuevo", requerirá un nuevo acomodo a nivel identitario. Mientras esto sucede el sujeto vive una situación de precariedad o crisis identitaria.
  • Una de las posibles salidas a esta crisis identitaria será la negación violenta de la diversidad de uno mismo, pudiendo desembocar en el deseo de la aniquilación del diferente.
  • Esta crisis individual puede coincidir temporalmente y converger con procesos sociales amplios que movilicen a los grandes grupos, derivando en la legitimación del uso de la violencia
  • Y, como bien resume Saïd "domesticar a la bestia de la identidad consiste en sentirse múltiplemente arraigado".

En esta nueva reflexión en torno a la identidad hemos abordado el asunto a partir del desafío que supone el cambio geográfico, la migración. Iremos concluyendo con una escena que refleja lo precario de los propios cimientos de quienes no hemos tenido que abandonar nuestra cultura.

En la serie de Paolo Sorrentino "El joven papa" (The Young Pope, 2016), el personaje interpretado por Jude Law se dirige a las masas congregadas en la veneciana plaza de San Marcos, a los pies de su catedral. Tras un silencio expectante comienza a preguntar a los presentes:


¿Estamos muertos o vivos?
¿Estamos cansados o descansados?
¿Estamos sanos o enfermos?
¿Somos buenos o malos?
¿Tenemos tiempo o se nos ha
 acabado?
¿Somos jóvenes o viejos?
¿Somos limpios o inmundos?
¿Somos tontos o somos listos?
¿Somos sinceros o falsos?
¿Somos ricos o somos pobres?
¿Somos reyes o somos siervos?
¿Somos buenos o somos bellos?
¿Somos cálidos o somos fríos?
¿Somos felices o somos ciegos?
¿Somos decepción o somos alegría?
¿Somos hombre o somos mujer?
¿Estamos perdidos o en la buena senda?



Hoy, tras la lectura del libro de Saïd, puedo entender con claridad por qué me resultó conmovedora esta escena: el individuo no se basta para saber quién es.



La lectura de Radical(es) implica tirar con suavidad de un hilo que nos permite observar cómo el conjunto de la trama que se mueve y cambia estaba compuesta de muchas otras hebras. El tapiz era multicolor y enrevesado.

Necesitamos al otro, ya sea con mayúsculas o minúsculas, para poder apreciarlo.

Aquí dejo apuntados algunos posibles hilos de los que seguir tirando:

  • ¿Qué pasa con el malestar de los más jóvenes y sus propias identidades? ¿Han desaparecido las tribus urbanas?, ¿son los diagnósticos "psi" las nuevas tribus?.
  • ¿Qué pasa con los profesionales sanitarios que enferman?, ¿se permiten verse a ellos mismos como pacientes?, ¿se resisten a ser tratados?, ¿cambia la forma en que les ven sus compañeros de trabajo?
  • ¿Cuánto tiene la polarización política de procesos masivos de identificación?, ¿nos estamos identificando con el pasado histórico?, ¿con banderas?, ¿con personajes ficcionados?

Nos leemos.



Referencias:
  1. Radical(es). Una reflexión sobre la identidad. Saïd El Kadaoui. Ed. Catedral, 2020.
  2. "Los diagnósticos como fuente de identidad y vía para construir la comunidad". Saïd el Kadaoui Moussaoui.Conferencia inaugural de las XXVI Jornadas de la Asociación Madrileña de Salud Mental (AMSM-AEN): https://www.youtube.com/watch?v=7LFmI-gwBdw
  3. Psicología de las sociedades en conflicto. Psicoanálisis, relaciones internacionales y diplomacia. Vamik D. Volkan. Ed. Herder, 2018.

miércoles, 23 de agosto de 2023

El continente perdido de la moral

Valores, desgaste, aceptación y compromiso.

1. Hechos y valores.

Cualquier persona que comience a indagar en el denominado “Burnout” se dará cuenta de que el desgaste profesional no obedece a una única causa. Se trata de un fenómeno complejo en el que ya hemos visto que influyen diversidad de factores: la falta de tiempo y recursos para realizar una tarea, la mala organización del trabajo, la exposición al sufrimiento ajeno, algunos factores personales como necesidades psicológicas del trabajador, idealizaciones y expectativas defraudadas o determinados rasgos de personalidad; también la dificultad inherente de trabajar con otros, la emergencia de conflictos y el papel de los liderazgos.

Pero pocas veces se tiene en cuenta que los valores juegan un papel igualmente relevante en el deterioro de la relación con la profesión.

Ilustr. instalación inspirada en la obra de Vladimir Tatlin

Este hecho, que los valores condicionan nuestra vivencia del trabajo, no es algo que resulte evidente de entrada ni a lo que se le dedique demasiada atención en los programas formativos del ámbito sanitario. Más bien se trata de un descubrimiento que va llegando a través de la confrontación con la realidad asistencial. Lo describe magníficamente el bioeticista Diego Gracia cuando afirma acerca de los médicos algo que podría valer para otras profesiones sanitarias:

“El joven estudiante de medicina vive fascinado por el poder de la ciencia y la técnica [···] De esta ilusión se despierta paulatinamente. Nos despiertan la vida, los años, la experiencia. Esto es muy evidente en los médicos maduros, aquellos que llevan más de diez años de ejercicio.”

“No solo no han podido evitar todos los males de sus pacientes, sino que además han ido comprendiendo, en contra de su propio deseo, que no todo es ciencia y técnica, que en la vida, la salud y la enfermedad de los seres humanos influyen muchos factores que ellos no habían previsto.”

“La ciencia y la técnica tratan de hechos. Pues bien, lo que ellos aprenden de sus enfermos es que además de los hechos, en la vida hay valores que quizás son a veces incluso más importantes que los hechos.”

Es precisamente por ello que uno puede haber aprendido a tratar con solvencia técnica una insuficiencia cardíaca pero no tener tan claro si cursar un ingreso hospitalario o bien respetar el deseo del paciente de realizar el tratamiento en su domicilio. Un facultativo puede ver clara la indicación de una baja laboral, pero a la paciente esa opción tal vez le parezca un fracaso a nivel personal, puede temer el despido o quizás le pesen en extremo las repercusiones que su ausencia tendría sobre su tarea y la del resto de sus compañeros. De igual manera poco importa que dispongamos de todo un arsenal de intervenciones capaces de alargar la vida durante años y años si es que sus posibles beneficiarios no desean seguir viviendo bajo ciertas circunstancias, como por ejemplo las de una repentina soledad no deseada.

A día de hoy los profesionales sanitarios solemos estar más que preparados enfrentarnos a los hechos, siendo agentes eficaces frente a las situaciones más variopintas referentes a nuestro cuerpo y sus quebrantos. Pero cuando llega el momento de lidiar con aquellos valores desplegados en torno a una escena clínica, cuando nos toca incluir estos valores en las decisiones a tomar en favor de nuestros pacientes, nos vemos a menudo tan desorientados como si recién hubiéramos desembarcado en un mundo nuevo. Este es un factor relevante de sufrimiento y desgaste profesional.


2. Sujetos a la moral.

¿Pero de qué estamos hablando exactamente cuando nos referimos a los valores?

Los seres humanos hacemos continuamente juicios de valor, sobre lo bello, lo feo, lo sabroso, lo repugnante, lo provechoso, lo inútil... así hasta agotar la lista de calificativos.

Dentro del conjunto de los juicios de valor encontramos los valores morales. Se tratan de juicios que valoran conductas. Señalan si una forma de comportarse es buena o mala, si resulta apropiada o impertinente en un contexto social determinado.

Valores morales pueden ser la integridad, la valentía, la generosidad, la compasión o la laboriosidad. También lo son sus contravalores: la ambición, el oportunismo, la mezquindad, la indiferencia o la holgazanería, por nombrar algunos.

Ilustr. James Kerwin
El hecho es que ninguna conducta es moralmente buena o mala en el vacío, en soledad. La moral es un dispositivo con una antigüedad que supera con mucho la de nuestra propia especie. Remite siempre a un contexto social, pues su única función es la de modular la convivencia dentro de los grupos. Es la moral la que permite la supervivencia del individuo dentro del grupo, y la de los grupos dentro de su nicho ecológico.

Que las personas seamos sujetos morales no es algo que nos venga dado. Llegamos a tener una cierta sensibilidad y agencia moral por medio de un proceso de socialización que comienza desde el momento de nuestro nacimiento. Primero a través de la exposición intensiva a los valores predominantes de nuestro grupo primario (normalmente la familia) y más tarde empapándonos de la sensibilidad moral de los sucesivos grupos de los que vamos formamos parte por el hecho de vivir en sociedad. Podemos decir que la moral de un individuo se cimenta sobre el sedimento de los valores de los diferentes grupos con los que se ha vinculado. De un sujeto que ha interiorizado la moral convencional de su entorno en un momento dado se dice que funciona con una moral heterónoma (etimológicamente, la norma del otro). La mayor parte de las personas se apañan razonablemente bien de esta manera.

Pero desde los filósofos socráticos y sus muchos desarrollos posteriores sabemos que las personas no estamos condenadas a regirnos por los criterios ajenos. No somos esclavos del grupo. Cada uno puede aprehender hábitos de reflexión racional que lleven al desarrollo de convicciones propias. Uno puede encarnar valores diferentes a los del grupo en el que se crió, o ir modificando el orden de prioridad de sus valores a través de la experiencia y la reflexión. De un sujeto así se puede afirmar que posee (o al menos practica en ocasiones) una moral autónoma (se impone sus propias normas, si volvemos a la etimología). Se estima que no más de un 30% de las personas alcanzan este nivel de funcionamiento moral.

Nuestra moral, por tanto, es polifónica. Está participada por diferentes voces, aunque con el paso del tiempo lleguemos a olvidar quién pronunció las palabras "bueno" o "malo", "correcto" e "incorrecto". Cuando hacemos valoraciones morales casi siempre acabamos "escuchando" esas palabras bajo el timbre de nuestra propia voz, si bien como afirmaba Vigotsky "todo lo que está dentro estuvo fuera alguna vez".

Ilustr. James Kerwin
Los estudiosos de esa rama filosófica que es la ética a menudo distinguen, buscando la claridad, entre una moral positiva, basada en la costumbre y la tradición, y la moral racional, fundamentada en la indagación de lo que es cierto por sí mismo, independientemente del grupo de pertenencia. Es decir, la moral es otro de los frentes de batalla del irresoluble tira y afloja entre autonomía y pertenencia. Cuando valoramos y decidimos acudiendo a la tradición o movidos por el peso de lo que está instituido funcionamos bajo la mencionada moral heterónoma. Cuando nos atrevemos a reflexionar desde cero, de forma autónoma, acerca de las situaciones que enfrentamos generamos movimientos instituyentes, que anuncian pero no aseguran la posibilidad del cambio.

Si trasladásemos todo esto al escenario de un centro de salud, un equipo de emergencias, un servicio hospitalario cabría preguntarse: ¿cuántas cosas de las que realizamos a diario las hacemos porque son tradición y no tanto porque son lo más apropiado para un caso concreto?. ¿Hemos sido capaces de cambiar alguna vez nuestra forma afrontar la tarea después de analizarla?. 

Es posible que sí. También lo es que contemos con algún fracaso en nuestro haber o que nunca hayamos sentido la necesidad de intentarlo.


3. Valores en conflicto.

Se va entendiendo ya que los conflictos de valores van a surgir a menudo, aunque siempre exista la tentación de convocar al sentido común. De hecho los profesionales sanitarios podemos vernos inmersos en conflictos de valores protagonizados por diferentes agentes, en combinaciones variables y no excluyentes entre sí:
  • Conflictos individuales o internos.
  • Conflictos entre los valores del profesional y los del paciente.
  • Conflictos entre los valores del profesional y los de la institución.
  • Conflictos entre los valores de diferentes profesionales.
  • Conflictos entre los valores de los usuarios y los de la institución.

Los conflictos de valores pueden darse en nosotros mismos, dando paso a lo que conocemos como conflictos internos (o neuróticos, en jerga psicoanalítica). Una parte de nosotros se siente movida a actuar de cierta manera, pero otra instancia nuestra se resiste, representa otro valor. Ocurre, sin ir más lejos, cuando una situación compromete dos valores que no pueden reconciliarse en ese momento: una urgencia a última hora, ¿prevalecerá nuestra familia o nuestro trabajo?. Nuestros valores van cambiando poco a poco, bajo el embate de las circunstancias. Es posible que, un día, nos descubramos incapaces de tolerar según qué injusticias, y uno se sienta incapaz de seguir mirando a otro lado. O a la inversa. Antaño pudimos dar mucha importancia a una forma de actuar, a un valor moral, pero llega el día en que nos sentimos sin fuerzas o motivos para actuar conforme a nuestro propio código de conducta. Los profesionales de salud mental a menudo nos vemos interpelados por valores en colisión cuando se nos plantea la cuestión de cuánta coerción resulta legítimo emplear cuando tratamos de ayudar a un paciente.

También son habituales, y cada vez más, los conflictos de valores entre profesionales y pacientes. Algunos de estos son muy comunes como la disposición a tomar o no cierta medicación, la postura ante las llamadas terapias "alternativas", o el desacuerdo en torno a la preferencia de la salud o el trabajo a la hora de tramitar las bajas. Otros conflictos de valor obedecen a cambios más profundos, como el desacople entre la longitudinalidad en la asistencia (más a menudo defendida por los profesionales) y una accesibilidad entendida en ocasiones como inmediatez y acceso irreflexivo a pruebas, intervenciones o derivaciones. El tiempo pasa y la sociedad cambia. No es realista asumir que los valores van a permanecer inmutables. Esto nos sitúa ante lo que podríamos denominar una "tectónica de valores". De igual forma que los continentes van moviéndose algunos centímetros cada año como consecuencia de la dinámica de placas del planeta, el orden de prioridad de los valores cambia paulatinamente, a veces hasta llegarnos a hacer sentir que no reconocemos el suelo bajo nuestros pies.

De nuevo el profesor Gracia nos invita a la reflexión:

"¿Es nuestra idea de salud y enfermedad idéntica a la que tenían nuestras abuelas? Indudablemente, no. Y ello no tanto porque los hechos sean distintos, sino porque han cambiado nuestros valores. Esto es lo primero que sorprende al médico, descubrir un mundo, el mundo del valor, que le resulta completamente desconocido y ante el que no puede no sentirse confuso y desorientado".

De esta tectónica de valores nos percatamos a través del conflicto intergeneracional, pero a menudo interpretando erróneamente el desencuentro como una supuesta ausencia de valores en las nuevas generaciones. No es que los jóvenes carezcan de valores, sino que no los reconocemos como tales por no ser exactamente los nuestros. Solamente cobramos conciencia de este hecho cuando ha pasado tiempo suficiente o cuando llega el temblor de tierras, el terremoto o la situación excepcional que nos desvela que lo que creíamos firme (el suelo, el "sentido común") no lo era tanto. Esto mismo ocurrió de forma masiva durante la pandemia del SARS-CoV-2 (2020-2023) pero ocurre y ocurrirá conforme avance la tecnología, así como cada vez que resurjan temas controvertidos como la violencia obstétrica, la interrupción del embarazo, la eutanasia o los ingresos involuntarios entre tantos otros.

Ilustr. James Kerwin

También sucede con frecuencia que entran en conflicto los valores de los profesionales y la institución en cuyo seno desempeñan su labor. Esto sería menos esperable, a priori, por participar teóricamente de una misión compartida como lo es procurar el mejor estado de salud posible de la población a cargo. Sin embargo el diablo suele estar en los detalles. En una institución sanitaria pública, creada precisamente para encarnar valores como el cuidado de la salud, la universalidad, la equidad... ¿se valora más la recogida de datos clínicos o la atención reposada y minuciosa de los pacientes?, ¿se presta más atención a indicadores de actividad o a los resultados en salud?, ¿la salud se mide simplemente como años de vida o se tiene en cuenta la calidad de vida de esos años?, ¿se invierte más en dispositivos tecnológicos o en capital humano y formación de los profesionales?, ¿se toman medidas activas para evitar que se cumpla la Ley de cuidados inversos? No solo se trata de que a menudo escasea la congruencia entre lo que se proclama (barato, lustroso) y lo que se lleva a la práctica (caro, fatigoso). Existe un considerable margen para la mejora de la gobernanza de las instituciones sanitarias. En la medida en que los profesionales no participen (o no se les invite) activamente a la hora de diseñar la organización se estará permitiendo que crezca una grieta entre ellos y la institución.

Los valores de los diferentes profesionales que abordan un mismo caso entran a menudo en conflicto, lo cual puede ser al mismo tiempo efecto y una de las causas por las cuales se sigue trabajando de forma tan disociada en el ámbito sanitario, permitiendo la aparición de los denominados "silos" o, como podríamos denominarlas sin temor a exagerar: "tribus sanitarias". El proceso de formación de los sanitarios consiste en mucho más que un laborioso aprendizaje de conceptos, técnicas y procedimientos. Llegar a ser sanitario, o especialista, implica también participar de un proceso de "enculturación", por medio del cual llegamos a hacer propias una serie de formas de comportarnos, vestir, hablar, y por supuesto un orden particular de valores. Ni siquiera un valor tan central como la vida se valora exactamente de la misma manera entre sanitarios si comparamos entre pediatras, geriatras, paliativistas, intensivistas o neurocirujanos.

Por último estarían los conflictos de valores entre los usuarios y la institución sanitaria, tal vez de las empresas humanas más reacias al cambio. Empezando por la simple denominación de unos y otros (¿los denominamos pacientes, usuarios, clientes?, ¿les hemos preguntado?), pasando por el diferente peso que se le puede otorgar a las comodidades de hostelería frente a la excelencia técnica, hasta llegar al importante punto de las discrepancias en torno a la participación de los propios beneficiarios a la hora de pensar la organización sanitaria.

4. Sufrimiento laboral, defensas, desgaste.

Todos estos encontronazos, roces y colisiones de valores son, a juicio del profesor Gracia, una causa fundamental (si no la principal) del desencanto laboral que atenaza a los profesionales de la clínica a día de hoy por todo el mundo.

Nosotros quizás no iríamos tan lejos, pero podemos afirmar que en efecto existe una relación entre la atención o desatención al mundo de los valores en la práctica clínica y el desgaste profesional de los sanitarios. Esta relación, sin embargo, no pensamos que transcurra en un único sentido sino que probablemente sea bidireccional, en forma de dinámicas que se retroalimentan.

Ilustr. James Kerwin
Los conflictos de valores y la falta tanto de habilidades como de unas condiciones que permitan su esclarecimiento y negociación abonan el sufrimiento diario de los profesionales sanitarios. Pero al mismo tiempo, el sufrimiento suscitado por el trabajo tiene la capacidad de poner en marcha en los individuos mecanismos de defensa (inadvertidos, automáticos) y toda una serie de estrategias defensivas más o menos premeditadas que llegan a ser incorporadas como parte de la cultura de la institución. Todos estamos en cierto riesgo de adoptar lo que aparentan ser procedimientos legítimos, pero que no son sino estrategias defensivas de nuestros compañeros, interiorizadas a través de la imitación y su racionalización a posteriori. Es así como llegan a convertirse muchas de estas defensas colectivas en el "estado natural de las cosas", un status quo que irán asumiendo de forma completamente normalizada los que se vayan incorporando al trabajo por primera vez.

Las estrategias defensivas algo protegen, claro está. Cumplen su cometido. Sin embargo traen consigo un elevado precio a pagar: no se puede estar emocionalmente disponible para el otro desde la actitud defensiva, impersonal o claramente hostil. ¿Qué recibe el profesional sanitario de vuelta? No es agradable ser acusado de trabajar en entornos deshumanizados u hostiles, y mucho menos darse cuenta de que efectivamente se ha estado contribuyendo a ello de forma inadvertida. Esa es la paradoja: los mecanismos que nos permiten sobrevivir mal que bien al trabajo nos roban paulatinamente las gratificaciones nucleares de la tarea, normalmente aquellas por las que escogimos nuestra profesión (y no otra) en primer lugar. De aquí a la creciente sensación de inseguridad, inutilidad y fracaso estamos tan solo a unos pasos.

Es por ello que afirmamos que los profesionales sanitarios son víctimas frecuentes de una situación circular: el desgaste profesional mina la moral, la confianza en las propias capacidades, con lo cual cada vez resulta más complicado abordar con serenidad las situaciones en que los valores entran en conflicto. Una salida puede ser la claudicación completa ante el otro, desistiendo de defender el propio criterio. Otra vía de escape habitual es la diametralmente opuesta: el rechazo frontal a cualquier preferencia manifestada por los pacientes, siempre que no coincida con nuestra visión del caso. Sobra decir que cualquiera de estas dos situaciones impide al profesional abordar de forma efectiva los conflictos de valores que inevitablemente irán apareciendo, cerrándose de esta manera el círculo del desgaste.

Ilustr. James Kerwin
Estos mecanismos de defensa que hemos ido exponiendo no sólo alteran la relación de los profesionales con su trabajo, sino que muy a menudo los apartan de otros valores significativos a nivel personal: el desgaste puede llevar, paradójicamente, a la sobreimplicación en términos de horas extra y energías entregadas a la tarea, descuidando facetas que tal vez antes fueron relevantes, como el cuidado de las relaciones familiares, el cultivo de las amistades, la exploración de la creatividad que todos poseemos, la relación con el entorno natural, la participación ciudadana o la introspección profunda.

No sólo ocurre que el repertorio de nuestra propia conducta se restringe, llevándonos a una versión estereotipada de nosotros mismos, tan desvitalizada como inflexible. La adaptación pasiva a la realidad nos aleja de lo que alguna vez fue importante para nosotros más allá del trabajo o incluso dentro de éste. Como la arena del desierto es fácil que grano a grano, el trabajo vaya invadiendo nuestras estancias, atrancando puertas y ventanas, haciendo de la vida una cuestión de supervivencia.

Se hace cierta la afirmación de que el trabajo nos cambia más de lo que llegaremos a cambiar el trabajo.

5. Recalibrar el rumbo.

¿Qué se puede hacer cuando nuestro hábitat ha ido quedando reducido a ese pequeño espacio del que esperamos recibir el menor sufrimiento posible?. ¿Hay marcha atrás cuando descubrimos que la deriva de los mecanismos de defensa nos ha ido apartando, como una mar de fondo, de aquellos valores que hacen que nuestra vida tenga sentido?

Recuperar el control de la propia vida, también en lo profesional, podríamos decir que requiere operar con los valores a 3 niveles: el esclarecimiento, la deliberación y el compromiso.

Ilustr. James Kerwin

Esclarecer los propios valores supone, en primer lugar, un ejercicio de introspección destinado a recordarnos a nosotros mismos qué formas de estar en el mundo nos parecen verdaderamente deseables. En algunos casos puede ser tarea fácil y satisfactoria. En otros puede tratarse de toda una expedición arqueológica, en la medida en que llevemos años sin cultivar o reflexionar acerca de nuestros valores. Un regreso a lugares que antaño estuvieron habitados y bien atendidos, pero que a día de hoy posiblemente acusen cierto abandono.

A veces ayuda disponer de una cierta guía que nos facilite la labor, recorrer un listado de cuestiones vitales que nos lleve a preguntarnos: ¿cómo quisiera yo vivir en relación con los demás?, ¿qué es para mí ser un buen padre, madre o hijo?, ¿qué clase de persona quiero ser para quien me quiere?, ¿qué espero del ocio?, ¿cuál quisiera que fuera mi relación con la belleza, con el arte, con el disfrute o el cuidado de mí mismo?, ¿cuál es mi idea de lo que es el éxito?. Estos valores, ¿siguen vigentes o han cambiados?. ¿Eran realmente los míos o más bien los asumía de prestado, por inercia o mandato?.

Tener esto medianamente claro sería como hacerse con un mapa y una brújula con la que comenzar a guiarnos, o ser capaces de plantar un faro que nos sirva de referencia en las infinitas arenas del desierto.

Deliberar consiste en poner sobre la mesa cuáles son los valores que se ponen en juego ante una situación concreta, y sopesarlos con el objetivo de llegar a decidir el curso óptimo de acción. Es importante recordar en este punto que en los asuntos humanos rara vez existe una manera ideal de resolver los conflictos. Casi inevitablemente habrá alguna cesión, renuncia o daño. Deberemos por tanto ir más allá de las falsas dicotomías y los denominados cursos extremos (apostarlo todo a éste o aquel valor enfrentados) y decantarnos por una decisión que sea capaz de conciliar con menor daño posible todos los valores en juego.

Ilustr. James Kerwin
Finalmente quedaría la cuestión del compromiso. Sabemos lo que queremos y también lo que no desearíamos hacer. Hemos analizado los valores en conflicto. Toca decidir. Si nos preguntaran en términos economicistas: "¿pero, cómo se gestiona emocionalmente una situación así?" tendríamos que contestar en idénticos términos contables. Aceptar es estar dispuesto a pagar el precio. Sin protestas ni regateos. Asumiendo que las cosas importantes no son gratuitas.

No es que no "sepamos", como tan a menudo se dice, negarnos a las peticiones de los demás. Decir no. Poner límites. Decimos que no sabemos porque nos da miedo pagar el precio en forma de incomodidad, malestar y daños para la relación; o bien porque seguimos fantaseando con que habrá alguna forma indolora de hacerlo. Pero no la hay.

Aceptar es estar dispuesto a pagar el precio, lo cual es muy diferente a resignarse.

Es cierto que las personas tendemos a evitar el sufrimiento. Pero lo que verdaderamente aborrecemos es el sufrimiento gratuito, es decir, desprovisto de sentido o contrario a nuestros valores. Resignarse sería abrirse al sufrimiento a cambio de nada, tan solo el vano alivio de dejar de pelear.

Por el contrario las personas tenemos una capacidad sorprendente de soportar cualquier calamidad si contamos con los motivos apropiados. El compromiso con los propios valores permite la aceptación, la disposición a asumir los costes que implica actuar como creemos que debemos hacerlo.

Todo esto se puede hacer a nivel individual, pero haremos bien siendo capaces de llevarlo un paso más allá, introduciendo la deliberación en nuestras relaciones con pacientes, compañeros y representantes de la propia institución. El método deliberativo implica reclamar de vuelta la verdadera escucha en el escenario clínico, y también alumbra la posibilidad de hacer más participativos los entornos en los que trabajamos. Se trata, en definitiva, de abordar de forma operativa la tarea que compartimos todos los implicados en la asistencia sanitaria.

Ha sido un viaje largo y fatigoso, pero que tal vez nos haya ido revelando que el continente perdido de los valores no es en realidad un lugar misterioso, sino que hablábamos todo este tiempo de nosotros mismos. Como precarios equilibristas entre la vida autónoma del sujeto y nuestros grupos de pertenencia albergamos todo un mundo interior que va más allá de los hechos concretos. Contenemos un sistema de valores, unos más exangües, otros más hipertrofiados, que nos guían a la hora de actuar. Lo cual no evita, ni siquiera bien entrada la edad adulta, que a veces sintamos que caminamos algo perdidos. 

Con la diferencia de que ahora ya sabemos lo que toca.

@JCamiloVázquez


Referencias:
  1. Gracia D. En busca de la identidad perdida. Triacastela, 2020.
  2. Gracia D. Como arqueros al blanco. Estudios de bioética. Triacastela, 2004.
  3. Segura J, Ferrer, M, Palma C, et al. Valores personales y profesionales en médicos de familia y su relación con el síndrome del burnout. Anales de psicología, 2006, 22 (1); 45-51
  4. Mena-Tudela D, Román P, González-Chordá V et al. Experiences with obstetric violence among healthcare professionales and students in Spain: a Constructivist grounded theory study. Women and Birth (en prensa)
  5. Ortiz-Fune C. Burnout como inflexibilidad psicológica en profesionales sanitarios: revisión y nuevas propuestas de intervención desde una perspectiva contextual-funcional. Papeles de psicología, 2018.
  6. Dejours C. Trabajo y sufrimiento. Modus laborandi, 2009
Todas las fotografías y sus derechos, excepto la primera y la última, corresponden al artista James Kerwin: más información en su página web, aquí.

sábado, 31 de diciembre de 2022

Catálogo de naufragios

Los sanitarios tras la pandemia

* Ponencia presentada en el IIº Congreso Internacional y XV Congreso Nacional de los Servicios de Prevención de Riesgos Laborales en Ámbito Sanitario, celebrado en el H. 12 de octubre de Madrid.

1. La pandemia del SARS-CoV-2, iniciada en China a finales de 2019, alcanzó entre enero y marzo de 2020 nuestro país. La rápida y extensa difusión del virus, así como los interrogantes iniciales acerca de las vías de transmisión del mismo y las medidas de mayor eficacia preventiva generaron un escenario de gran incertidumbre tanto para la población general como para los profesionales sanitarios. No ayudaban a mantener la calma la cualidad invisible e intangible del patógeno, el largo periodo de incubación o la cantidad de casos oligo o asintomáticos.

La evolución epidemiológica de la pandemia, con repuntes y recensiones recurrentes, quedó simbólicamente plasmada a través de la metáfora de las olas. La imagen de las olas, con su inicio, cresta y descenso introdujo orden mental y una cierta esperanza, si bien su repetición trajo también una sensación de calamidad interminable. A lo largo de los últimos casi 3 años se han contabilizado hasta 6 olas pandémicas porque, si bien se llegó a mencionar la existencia de una séptima ola en torno al verano de 2022, lo cierto es que ya hemos dejado de contar.


Nos encontramos actualmente (finales de 2022) inmersos en lo que se ha venido a llamar “el final sociológico de la pandemia”, especialmente tras el cambio de foco mediático tras la invasión rusa de Ucrania (febrero de 2022) y la eliminación de la obligatoriedad de portar mascarilla en la mayoría de los espacios interiores (abril de 2022). A pesar de ello no se ha alcanzado ni el final epidemiológico de la misma, en la medida en que se suceden las variantes patógenas y persisten tanto contagios como fallecimientos (más de 115.000 al escribir estas líneas, tantas personas como habitan la ciudad de Cádiz). Tampoco hemos alcanzado el final clínico de dicha pandemia, en la medida en que todavía nos toca asistir a las consecuencias físicas y psicológicas que la COVID19 produce en nuestros cuerpos.


2. Si estirásemos la metáfora de las olas (algo que a menudo hacemos los psiquiatras) podríamos decir que a los profesionales sanitarios nos ha tocado capear este temporal con sus olas de COVID. Nos hemos visto obligados a navegar su inmensidad, un poco a ciegas, a bordo de nuestras organizaciones.

Ilustr. "The Mendi". Por Robert G. Fresson
Esto ha supuesto costes. No estamos saliendo de la tormenta igual que entramos. Aunque en esto hay variedad, ya que nuestro sistema sanitario es amplio y heterogéneo. No todos hemos estado igual de expuestos en lo laboral, ni partíamos todos de la misma situación personal.

Me propongo exponer aquí ciertos tipos de naufragio. Plasmar mis impresiones acerca de las particulares formas, unas individuales y otras colectivas, de sucumbir a las olas de la pandemia o a su resaca. Me apoyaré en algunas historias del género marinero que tal vez conozcan y nos ayuden a analizar nuestro propio caso.

Vía: https://www.underwatersculpture.com
Podría empezar hablando de naufragios ya acontecidos, de pecios o reliquias submarinas, como la de tantos compañeros crónicamente anegados por la sobrecarga laboral, que trabajan y trabajan tras haber normalizado la zozobra. Son esos profesionales que, si tienden a algo es a la negligencia de sus propias necesidades, lo cual se objetiva en sus resistencias a la hora de buscar ayuda profesional y por su habitual presentismo laboral.

Otra opción sería hablarles de esos naufragios en los que se ven envueltos algunos trastornos de la personalidad, como ocurría en la celebérrima Moby Dick. En esta historia de venganza implacable el Capitán Ahab conduce a su barco ballenero y su tripulación hacia la perdición. A menudo las personas con personalidades rígidas hacen sufrir tanto o más de lo que ellas sufren, que también lo hacen. Y en su estilo rígido de relacionarse con ellos mismos y con el mundo se empecinan hasta la destrucción, incapaces de salir de su propio rol estereotipado. A veces la ballena blanca es una enemistad irrenunciable, más habitualmente la búsqueda de la excelencia y la perfección.
Ilustración para Moby Dick, autor desconocido.

Pero me interesan más esos otros tipos de naufragios que creo caracterizan este momento ¿post?pandémico. 

Ahora que las olas de la COVID19 parece que se remansan parece que van llegando, como restos del naufragio que arriban a la playa, algunos perfiles clínicos que creemos que sería bueno tener en cuenta:

  • Los profesionales en situación de baja médica muy prolongada por Trastornos de Estrés Postraumático, fobias cronificadas, los afectados por secuelas incapacitantes tras la COVID19 y aquellos que, por ser especialmente vulnerables a la patología infectocontagiosa se sienten incapaces de regresar a la labor asistencial.
  • Los deseos de abandono y renuncia de su profesión

3. El Desgaste profesional, en primer lugar, es bien conocido. Se trata de un proceso de adaptación pasivo, insidioso, involuntario, que se da cuando los profesionales se exponen crónicamente a una serie de adversidades laborales. Las principales: la conexión emocional con personas sufrientes y la frustración reiterada de las expectativas en torno a los medios y modos para llevar a cabo la tarea.

La consecuencia principal del desgaste profesional es el cambio cualitativo en la relación emocional con el trabajo. Lo que antes se amaba se encamina rumbo al desencanto y al rechazo. Esto coloca a los profesionales en un doloroso dilema, que nos puede recordar a uno de los naufragios de los que les hablaré.
Derechos imagen: Fox 2000 Pictures, Haishang Films

En “La Vida de Pi” (Ang Lee, 2012) un joven descubre, tras naufragar el buque en el que viajaba junto a su familia, que el bote salvavidas en el que parecía estar a salvo habita nada menos que un feroz tigre de bengala. Esto le compromete seriamente. Si sigue en el bote existe el riesgo de ser devorado. Si abandona la embarcación le espera el mar y un destino incierto.


Es difícil vivir en un dilema, como le ocurre a Pi, o a los profesionales que sienten cómo se van desgastando. Para ellos el dilema se plantea más o menos en los siguientes términos: “si, en estas circunstancias tan malas, sigo trabajando como creo que debo hacerlo, es probable que llegue a enfermar o a odiar mi trabajo”. “Si trato de no enfermar estaré renunciando a algo muy importante”. ¿Salud o excelencia profesional? Es difícil vivir en un dilema, aunque a veces lleguemos a treguas o, mejor aún, vías intermedias.

Derechos imagen: Fox 2000 Pictures, Haishang Films

La historia de Pi es también la de un duelo imposible, donde las apariencias engañan para hacer la pérdida algo más soportable. En el ámbito sanitario hablaríamos también de duelos: los proyectos personales embarrancados, la idea truncada del profesional que uno creía ser, pero también los equipos de trabajo descompuestos. Porque el desgaste tiene un alcance colectivo importante. Sus consecuencias distorsionan el clima en los equipos, minando al apoyo social y llevando a la aparición de quejas y rencillas. El desgaste de uno acaba siendo el desgaste de todos.


4. Lo cual nos permite pasar a hablar de los conflictos en los equipos de trabajo. Precisamente es el deseo de evitar el naufragio de un viejo dragaminas lo que lleva a la tripulación del USS Caine a amotinarse contra su capitán. Esto llevará a los oficiales a acabar siendo juzgados en un memorable consejo de guerra.


El filme de 1954, “El motín del Caine”, comienza presentándonos un navío de la armada estadounidense que, a punto de finalizar la Segunda Guerra Mundial, difícilmente entrará en combate. A dicho navío se le asigna un nuevo capitán quien, nada más tomar el mando descubre que la disciplina a bordo se ha relajado hasta un punto que le resulta intolerable. Reúne a sus oficiales y les plantea que las cosas van a cambiar y, a partir de entonces, se va a tener que cumplir la ordenanzas de la marina de guerra a rajatabla.

Derechos imagen: Columbia Pictures
Es difícil evitar que el capitán Queeg (así se llama el personaje interpretado por Humphrey Bogart) nos resulte antipático, por cuanto representa la tentación del liderazgo autoritario, despótico, bajo la coartada (dudosa en este caso) de los tiempos difíciles. No tan evidente es pensar en el terreno previamente abonado por un liderazgo negligente o abandónico (“laissez faire”), que no hizo otra cosa que avivar el resentimiento por puro contraste.

El estilo de mando de Queeg, en todo caso, no es bien recibido por el resto de oficiales, lo cual hace que las habladurías contra el capitán y los incidentes, triviales en apariencia, vayan creciendo hasta convertir la convivencia en el buque de guerra en una tensión insoportable. El conflicto no puede más que estallar cuando, durante un terrible tifón, la estabilidad de la nave peligra y el capitán se muestra dubitativo a la vista de todos. Es en ese preciso momento cuando sus oficiales le relevan tras obligarle a deponer el mando.

Derechos imagen: Columbia Pictures
El Motín del Caine nos habla del papel tremendamente dañino que pueden tener determinados estilos de liderazgo. Lo vemos en nuestros pacientes, profesionales sanitarios, que a menudo nos relatan y muestran estragos apreciables a simple vista. También cuando aprendemos a indagar acerca de otras repercusiones en los equipos: competitividad exacerbada, búsqueda de chivos expiatorios, culturas asistenciales deshumanizadas...

Pero la cinta también (aunque no es mi intención destriparles la recomendable película) nos ilustra la complejidad de los conflictos en los equipos, donde lo que comienza como un desacuerdo ligado a la tarea puede ir tornándose poco a poco en algo más personal, menos confesable. Donde no está necesariamente claro quién detenta el poder en un momento dado ni hasta qué punto todos contribuyen activa o pasivamente al fatal resultado.

Derechos imagen: Columbia Pictures

Porque lo que sí está claro es que el impacto de los conflictos sobre los equipos, si no se interviene y se dejan a su suerte, puede ser catastrófico. Y si hemos convenido que la pandemia nos ha traído un incremento del desgaste profesional, el cual contribuye a dañar los lazos de solidaridad en el trabajo y promueve las rencillas, deberemos estar prevenidos ante el posible enrarecimiento de muchos grupos humanos que durante tiempo fueron funcionales.

Elaboración propia
La deriva natural de los conflictos a tiende a la personalización, la intensificación y la extensión. Y es importante saber que, de cara a hacer algo, para cada estadio del conflicto corresponde un tipo de intervención, y no otra. 

Lo que puede ser conveniente en un momento dado, como una mediación o un careo, puede resultar dañino cuando las hostilidades se han desatado.




5. Nos hemos referido a la soledad de los jefes, como se quejaba no sin razón el capitán del Caine, y ahora daremos un paso más allá en este sentimiento de -nunca mejor dicho- aislamiento. En “Náufrago” (Robert Zemeckis, 2000), protagonizada por Tom Hanks, vemos cómo un mando intermedio de una empresa de paquetería, un tipo adicto al trabajo y controlador hasta la médula, sufre un accidente aéreo. Convertido en el único superviviente de la catástrofe arriba a una isla desierta, aparentemente paradisíaca. Allí se encuentra perdido, solo y desamparado.

Derechos imagen: Dreamworks, 20th Century Fox 
Como me señaló una de mis pacientes esta cinta puede ser leída como una metáfora del proceso de enfermar. Desde entonces me sirve para pensar en esos pacientes que han quedado tan marcados por la muerte y el sufrimiento presenciados que se sienten incapaces de volver al escenario que los dañó.


Como nuestro protagonista, primero buscan la ayuda en el exterior. Pero se trata de una salvación que no llega, no termina de asomar en el horizonte. Por otro lado, lo que tienen a mano parece que no les sirve. Llegan las dudas, la angustia, la desesperación. Si son especialmente controladores el sufrimiento es aún mayor. Qué más nos gustaría que tener control sobre nuestras enfermedades, sobre los pensamientos que nos invaden, curarnos a voluntad.

Derechos imagen: Dreamworks, 20th Century Fox
Esto lo viven con especial angustia aquellas personas que, tras haber sido infectadas presentan síntomas muy persistentes tras la COVID19: cansancio desproporcionado, dolores caprichosos, sensación de no pensar igual, de que no encuentran las palabras, de que les cuesta recordar… Les desconcierta y aterra pensar que hay un antes y un después que ha truncado sus vidas. A menudo no se sienten comprendidos por los sanos, perciben que se les cuestiona o se minimiza su sufrimiento. Todo lo cual agrava el sentimiento de soledad. Se preguntan: ¿Podré salir de esta?. ¿podré volver algún día a trabajar?, ¿y si no quiero regresar a ese mar embravecido, jugarme la vida?.

Las personas que enferman encuentran, a veces, motivos para sobrevivir en algo que aman. En “Naúfrago” se trataba del amor que profesaba el superviviente hacia su novia, y también su devoción al deber cumplido: el de entregar el único paquete que se niega a abrir durante 4 largos años. El peligro, en nuestro ámbito, quizás se hace más patente en aquellos casos en los que, precisamente, lo más valioso de la vida de uno era precisamente eso que nos dañó: el trabajo.

Derechos imagen: Dreamworks, 20th Century Fox

Un último apunte que merece este naufragio tiene que ver con el que se ha convertido en uno de los personajes más famosos de la historia del cine: la pelota Wilson. Este objeto inanimado acaba convertido por una combinación de azar y necesidad en el único compañero y apoyo del náufrago. Con Wilson dialoga y reflexiona, se sale el individuo de sí mismo y mantiene contenido su propio yo dentro del cuerpo. A veces los profesionales que atendemos a profesionales podemos sentirnos ante determinadas problemáticas tan útiles como una pelota de voleyball en una isla desierta. Y con todo y con ello sí apuntalamos a menudo la cordura de muchos de nuestros compañeros. Así de fundamental es nuestra necesidad de relacionarnos.


6. El cuarto y último episodio que quisiera mencionar está basado en una historia real. Se trata del motín de la Bounty, relatado en “Rebelión a bordo” (Milestone y Reed, 1962), entre otras versiones.

En 1787 la Royal Navy Británica organizó una expedición naval, a priori, pacífica. La Bounty (“generosidad”) partió del Támesis rumbo a la Polinesia, en busca del árbol del pan. El objetivo era abastecer las colonias británicas en el Caribe portando una serie de esquejes que permitieran alimentar a sus muchos esclavos. Tras 10 meses de penosa travesía, tras afrontar furiosas tempestades que le impidieron tomar la ruta más corta del Cabo de Hornos, arribó La Bounty a la lejana isla de Tahití.

No cuesta imaginar el impacto vivido por aquellos marineros británicos que, de pronto, se encontraban en una isla semejante al paraíso, habitada por la más despreocupada de las gentes, rodeados de aguas cristalinas y rica en alimentos.


Lo que antes era tolerable, la vida a bordo, a la luz de los acontecimientos de pronto se hizo insoportable. A bordo de la Bounty ocurrió lo que tenía que ocurrir: en el momento de partir para cumplir con su misión parte de la tripulación se amotinó. El capitán (de cuyo recio autoritarismo por lo visto había también numerosas quejas), junto con varios de sus leales, fueron expulsados en una pequeña embarcación auxiliar, provistos con suficientes víveres. 

Libres de sus ataduras los amotinados procedieron a hundir el navío que hasta allí les había conducido, para no dejar rastro de su paradero. Procedieron a mezclarse entre los nativos de aquellas verdes islas. La institución, llegado el momento, regresó con el fin de ajusticiar a los revoltosos y así lo pudo hacer con unos cuantos desafortunados. Del resto jamás se supo, si bien todavía quedan descendientes de aquellos marineros en la remota villa de Adamstown, en las islas Pitcairn.

Los amotinados se deshacen del árbol del pan, objeto de su tarea inicial.

Nos recuerda esta historia al fenómeno sociolaboral que en Estados Unidos se ha denominado como La Gran Renuncia (“Great Resignation”). Si bien se trata de un fenómeno multifactorial y todavía en marcha, parece existir cierto acuerdo en que la pandemia del SARS-CoV-2 ha supuesto el disparador de dinámicas de hondo alcance. Mi impresión basada en la práctica clínica clínica es que la pandemia tal vez ha llevado a un replanteamiento de prioridades en nuestros esquemas de valores, animando a la toma de decisiones inauditas. Por otro lado todos hemos vivido experiencias inusuales como el confinamiento, la brevísima suspensión de toda actividad económica no esencial o la posibilidad el teletrabajo. Estas experiencias, breves pero intensas, han permitido imaginar otros modos de vida, otros escenarios. Y ahora que parece que tratamos de pasar página como sociedad para volver a lo de antes (pero no iguales, sino más cansados, dañados y reducidos en número) tal vez muchos sientan que se trata de una propuesta inadmisible. Ello está está motivando deserciones que hoy constituyen un goteo pero que pueden ir a más.

7. Nuestros sistemas sanitarios acusan ya signos de zozobra y la posibilidad del naufragio en algunos de sus frentes. A muchos les sorprenderá esta afirmación. Nuestras organizaciones son amplias y heterogéneas. No todos hemos resultado dañados de la misma manera. La desigualdad tiene, entre otros, el peligro de la incomprensión y la falta de perspectiva. La derivada de esto sería la inacción ante lo inconcebible.

Portada del disco "Victory Lap", de Propaghandi
A pesar de todo, si he escogido traer historias de naufragios (un género sorprendentemente prolífico) es por su componente instrínsecamente optimista. Las historias de naufragios ilustra la posibilidad de la resistencia en condiciones extremas, el surgimiento de la creatividad tras el desconcierto. Nos hablan hablan del imperativo de la colaboración, de la imposibilidad de vivir completamente aislados. Son una llamada a la imaginación: ¿Cómo podríamos vivir si llegáramos a un nuevo mundo?, ¿cómo querríamos hacerlo?

La experiencia clínica nos dice, por otro lado, que conforme pasaba el tiempo, los diagnósticos más prevalentes no eran exactamente aquellos trastornos mentales más pavorosos e incapacitantes. Tendía a crecer, casi a predominar, un evidente malestar laboral. Desesperante e incómodo, sí, pero no patológico ni incomprensible, sino ligado a los enormes desafíos que viven el sistema sanitario y el conjunto de nuestra sociedad en este periodo de resaca pandémica.

Sería más realista afirmar, por tanto, que ha prevalecido la resistencia. Que en todo caso esta tenacidad natural que nos asiste a los humanos ha implicado la activación de profusos mecanismos de defensa. Sesgos y tendencias que, como una corriente submarina nos pueden llevar hacia derroteros que no deseamos. Y que pese a todo el dolor y los desencuentros todavía estamos, los profesionales sanitarios, a tiempo de una reparación. De navegar juntos.

Barcolana, Trieste.

Referencias:
  • Urien, B., Rico Muñoz, R., Demerouti, E., & Bakker, A. B. (2021). An emergence model of team burnout.
  • Schyns, B., & Schilling, J. (2013). How bad are the effects of bad leaders? A meta-analysis of destructive leadership and its outcomes. The Leadership Quarterly, 24(1), 138-158.
  • Rediker, M. Entre el motín y el deber. Antipersona. Valencia, 2020.